– Esta historia empieza en “PASA EN INDIA – Lo que empezó como “una infección de riesgo” y que ahora parece ser “un simple derrame” me tiene hospitalizado (aunque sin amputaciones en el haber)” y es la continuación del post “DIARIO DE UNA HOSPITALIZACIÓN EN INDIA – Dudo del carácter “superficial” de mi herida al ver algo así como dos tobillos en donde debería de haber solo uno (martes 08.01.13)“-
Aunque parezca más propio de una tira tragicómica que de la realidad misma, hay en el mundo un hospital al que se puede llegar en plena emergencia y que el único ¿profesional? a cargo esté descansando porque le agarró modorra. “El doctor acaba de almorzar así que ahora duerme la siesta. Tenemos que esperar a que se levante…”, me explica apacible, a través de señas y desde atrás de un bigote tupido el único que entiende algo de inglés de los 5 lugareños que llegaron antes que yo.
“Incredible India”, nunca mejor pensado el slogan turístico para promocionar un país en el que todo lo que no puede pasar se las ingenia para de alguna u otra manera siempre terminar sorprendiéndote. Tampoco hay nadie haciendo las veces de recepcionista y con quien uno pueda proceder a registrar su llegada. Ni un cuaderno y una birome, ni una fila, ni nada. Si no fuera por aquella gente que también espera, callada, alicaída, como resignada, pensaría que esto supo alguna vez ser un hospital antes de haber sido abandonado.
Los pisos están roñosos, las oficinas vacías, los vidrios hace rato que dejaron de ser transparentes y los carteles en las paredes parecen de antaño. Decido que en todo caso sentarse es lo más sensato para apaciguar una espera de quién sabe cuánto. Una señora con un ojo que desde atrás de un parche se adivina infectado, una abuelita que camina penosamente para no arrastrarse, un señor que… A pesar de ser el horario de la siesta, uno tras otro más pacientes se van acercando.
Por mi parte sigo sentado, con la pata en alto y sin entender cuál será el concepto de “fila” que se maneja acá, si es que acaso existe algo por el estilo. Si hay un orden de llegada ya no logro seguirlo. ¿O atenderán primero a las mujeres y a los ancianos? ¿Tal vez a los que estén más grave?
Pasada la hora de espera un hombre de camisa cuadriculada sale de atrás de una puerta para sacarme las dudas. Mira al montón y vocifera algo. Obviamente no tengo ni idea qué dice pero parece estar hablándome a mí. Esto y la desesperación por tener un tobillo debatiéndose entre un esguince grave o una infección avanzada pueden más que mis dudas sobre el orden de llegada. Dándome por aludido, me levanto y paso. De última si no es mi turno alguien me va a decir algo.
El consultorio es bastante cercano a lo que definiría como un asco. Además de la capa de grela que ostentan los pisos y las manchas tipo hongo que suben por las paredes, los instrumentos de trabajo están desplegados a la buena de Dios (¡y ojalá que exista!) sobre el borde de un lavatorio en el que el señor que me atiende (ya no sé si volver a llamarlo médico) se lava las manos con agua y lo que rescata de algunos restos que raspa de la jabonera.
“What happened?”, pregunta luego de obviar el ponerse guantes y mientras se dispone a revisar mi tobillo. Me doy cuenta, sin embargo, de que parece mucho más interesado por mi cámara que por lo que sea que aqueje mi pie. Ésa es por lo menos la conclusión a la que llego al notar que se pasa 3 de los 4 minutos de la consulta mirando el lente en lugar del tobillo. Así y todo su ojo clínico le permite diagnosticar a simple vista una infección, tanto como recetarme antibióticos y anti inflamatorios para combatirla.
Antes de liberarme, pasa lo más bizarro de la consulta. Cuando termina de “desinfectarme” la herida -léase ponerme una gasa con Pervinox encima- y quiere volver a vendarme, la venda elástica le pega a la gasa tirándola al piso. No tiene mejor idea entonces el señor, y para mi sorpresa, que agacharse a buscar la gasa, recogerla e intentar ponerla otra vez directo sobre la herida, cosa que evité solamente porque estuve atento a lo que estaba pasando y le corrí la pierna para que no pudiera alcanzarla.
“Dejá, me desinfecto yo cuando llego a casa”, le dije. “Volvé en tres días”, me recuerda el Dr. Shastri como despedida. (Y que Dios te acompañe…).
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